Opinión
¿Estamos perdiendo nuestra humanidad?
Una reflexión sobre la violencia e indiferencia de nuestra sociedad
El caso de Kim Gómez, la niña de siete años asesinada en La Plata tras un robo nos enfrenta a una pregunta inquietante y dolorosa: ¿estamos perdiendo nuestra humanidad? La brutalidad del crimen, la indiferencia con la que los agresores trataron la vida de una niña inocente y la naturalización de la violencia en la sociedad nos obligan a reflexionar sobre el rumbo de nuestra civilización. La humanidad, entendida no solo como nuestra pertenencia a la especie Homo sapiens, sino como la capacidad de empatizar, de preocuparnos por el otro y de construir sociedades basadas en la cooperación y la ética, parece estar en crisis.
Pero la pregunta es aún más profunda: ¿Cuándo dejamos de vernos en los ojos del otro? ¿En qué momento la vida humana dejó de ser sagrada y se convirtió en una cifra más en las noticias? Las redes sociales, la sobreexposición a la violencia en los medios y la rapidez con la que olvidamos cada tragedia nos han llevado a una peligrosa desensibilización. No basta con horrorizarnos ante cada crimen; es necesario entender las raíces de esta crisis para revertirla. La indiferencia se ha vuelto un mecanismo de defensa ante la avalancha de sufrimiento que nos rodea, pero en esa anestesia emocional, corremos el riesgo de perder nuestra esencia.
Ser humano: más que una cuestión biológica
La humanidad no es solo un concepto biológico; también es un fenómeno moral, cultural y social. Ser humano implica la capacidad de construir lazos de solidaridad, de reconocer al otro como un semejante y de actuar con compasión y justicia. Desde tiempos remotos, la cooperación ha sido una característica fundamental de nuestra especie. En las sociedades primitivas, la supervivencia dependía de la capacidad de los individuos para ayudarse mutuamente, para compartir recursos y proteger a los más vulnerables.
El antropólogo Frans de Waal ha estudiado cómo la empatía y la cooperación no son exclusivas de los humanos, sino que se encuentran en otras especies, especialmente en los primates. Sin embargo, lo que nos distingue es nuestra capacidad para desarrollar sistemas éticos y estructuras sociales complejas que regulan el comportamiento. A lo largo de la historia, la humanidad ha construido civilizaciones en las que se han establecido normas para proteger la vida y el bienestar de los individuos. Pero cuando estas normas se erosionan, cuando la violencia y la indiferencia se convierten en moneda corriente, nos enfrentamos al peligro de perder aquello que nos hace humanos.
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La banalidad del mal y la indiferencia ante el sufrimiento
Hannah Arendt, en su análisis del juicio de Adolf Eichmann, introdujo el concepto de la "banalidad del mal" para describir cómo personas aparentemente comunes pueden cometer actos atroces sin cuestionar su significado moral. Eichmann no era un monstruo en el sentido tradicional; era un burócrata que seguía órdenes sin reflexionar sobre las consecuencias de sus acciones. Este concepto es clave para entender la violencia en nuestra sociedad.
En el caso de Kim Gómez, los responsables del crimen no actuaron en un arrebato de pasión ni por desesperación; lo hicieron con una frialdad que nos resulta incomprensible. Esta indiferencia es lo que más aterra: la pérdida de toda sensibilidad ante el sufrimiento ajeno. Cuando la violencia se normaliza, cuando la vida humana deja de tener valor, cuando los crímenes más horrendos se convierten en noticias pasajeras que pronto son olvidadas, nos acercamos peligrosamente a un estado de deshumanización.
Arendt advertía que la "banalidad del mal" no es exclusiva de tiempos de guerra o regímenes totalitarios. Se manifiesta también en la indiferencia cotidiana, en la falta de cuestionamiento ante la injusticia, en la incapacidad de indignarnos por la desgracia ajena. Hoy, el bombardeo constante de información nos hace insensibles. Cada día vemos imágenes de violencia extrema en la televisión o las redes sociales, y la repetición constante de estos hechos genera un efecto anestésico. Nos indignamos por un momento, pero al día siguiente el horror es reemplazado por otra noticia y seguimos con nuestras vidas. Este ciclo de olvido perpetuo refuerza la deshumanización, permitiendo que el mal se vuelva banal y cotidiano. Y lo más preocupante es que, en muchos casos, el morbo ha reemplazado a la verdadera indignación moral.
La modernidad líquida y la fragilidad de los valores
Zygmunt Bauman, al hablar de la modernidad líquida, advertía sobre la fragilidad de los lazos humanos en una sociedad donde todo es efímero y desechable. En este contexto, las relaciones interpersonales se han debilitado, el sentido de comunidad se ha erosionado y la empatía parece desvanecerse. La violencia extrema es, en parte, una consecuencia de esta disolución de los vínculos sociales.
La falta de referentes morales, el debilitamiento de las instituciones que antes proporcionaban contención y el aumento de la desigualdad generan un caldo de cultivo para la deshumanización. Cuando las personas dejan de sentirse parte de un todo, cuando no encuentran un propósito ni un sentido de pertenencia, el otro deja de ser visto como un semejante y se convierte en un mero obstáculo o un medio para un fin.
Bauman también señalaba que, en la modernidad líquida, la responsabilidad moral se ha diluido. En sociedades más sólidas, existía una mayor cohesión social, donde los individuos se sentían responsables por el bienestar del otro. Hoy, en un mundo caracterizado por la precariedad y la incertidumbre, cada uno se preocupa solo por su propia supervivencia. Esto fomenta una mentalidad de desinterés y desapego, donde el sufrimiento ajeno es visto como una cuestión lejana y ajena. La individualización extrema nos ha llevado a valorar lo inmediato, a rechazar el compromiso y a asumir que el otro es prescindible.
¿Podemos recuperar nuestra humanidad?
El caso de Kim Gómez no es un hecho aislado. Es un reflejo de una crisis más profunda que afecta a toda la sociedad. No basta con indignarnos ante cada tragedia; debemos preguntarnos qué tipo de comunidad queremos construir. La solución no pasa únicamente por medidas punitivas más severas, sino por un cambio estructural que incluya educación, integración social y el fortalecimiento de los lazos comunitarios.
Recuperar la humanidad es una tarea colectiva. Requiere de políticas públicas efectivas, de un compromiso de la sociedad civil y de una reflexión profunda sobre los valores que queremos preservar. La clave está en reconstruir el tejido social, fomentar la educación en valores y recuperar el sentido de comunidad. Necesitamos volver a mirar al otro, recuperar la capacidad de asombro y empatía, y recordar que cada acción, por pequeña que sea, puede marcar la diferencia.
José Saramago escribió: "La derrota tiene algo positivo, nunca es definitiva. En cambio, la victoria tiene algo negativo, jamás es definitiva". Tal vez la pregunta no sea si hemos perdido nuestra humanidad, sino si estamos dispuestos a recuperarla. La respuesta dependerá de nuestra capacidad para transformar la indignación en acción y la indiferencia en compromiso.